Estando todavía en el vientre de mi madre ya pasé mi primer verano de camping. Fue en un pueblo de León a orillas del Esla donde había una zona de acampada en un bosque. No era un camping al uso, sino que era un lugar donde se permitía la acampada y que tenía las instalaciones más básicas. Nada que ver con los campings en los que estuvimos mucho más tarde con todas las comodidades (todas las que se pueden tener en un espacio de este tipo, porque un camping nunca es como un hotel…).
Al empezar el verano, mi padre era de los primeros que prepara el petate. Debido a su trabajo podía tomarse más vacaciones de las habituales y rápidamente preparaba la tienda de campaña, las lonas polietileno para cubrir el remolque y demás artefactos veraniegos. Y toda la familia se montaba en el Citröen GS rumbo hacia el buen tiempo.
Mis primeros recuerdos veraniegos están indefectiblemente asociados al camping. Yo fui feliz en ellos, unos veranos mejor que otros, pero, en general, le tengo mucho cariño a aquella época. Cuando algún amigo me decía que en verano se iba al pueblo, yo no sabía muy bien a qué se refería. Yo no tenía ‘pueblo’. Mis abuelos paternos habían muerto y eran de bastante lejos y los maternos habían dejado el pueblo hacía bastante tiempo, así que no teníamos una ‘segunda residencia’ a la que ir en verano. Mi pueblo era el camping, las fogatas nocturnas, los mosquitos, el río y el escondite nocturno.
Los tiempos fueron cambiando y los campings se fueron modernizando. De ir cinco personas amontonadas en un coche con nuestro querido remolque cubierto por lonas polietileno, pasamos a alquilar una parcela y situar nuestra caravana último modelo. Nos ‘aburguesamos’ y pasamos a ser la ‘élite’ (modo irónico on) del mundo de las acampadas. Ya no teníamos que cargar con el remolque, mis hermanos dejaron de ir de camping y disfrutaban del verano (solos) en la ciudad. Pero yo seguía pasándomelo pipa en mi ‘pueblo’. Todavía hoy visito, de vez en cuando, aquellos pueblos de León que tan buen recuerdo me dejaron.